martes, 19 de mayo de 2015

ILUMINACIONES SOBRE EL LENGUAJE

Alberto López
"Se puede mentir de muchas maneras, pero la más repugnante de todas, es diciendo la verdad"


La idea de verdad, es una ilusión, un sueño, un propósito imposible. Con el discurso de la verdad, es el propio sistema quien así mismo se legitima.

Siempre que hablamos, queremos hacer valer nuestra verdad. En el argumento y la retórica del discurso están implícitos los primeros escalones de la falsificación y la mentira. Convencer es la forma suprema del vencer, porque cuenta con la aceptación del vencido. Sin la palabra no se puede construir ni sustentar ningún poder.

En un principio fue el verbo, y el verbo, antes que perdón amor y gracia, fue poder. Desde su origen, la palabra otorgada por el Creador, que hizo al hombre rey de la naturaleza, estuvo cargada de violencia contra la propia naturaleza. Al igual que el lenguaje llevaba en su ser el germen del domino y la destrucción, la escritura quedo plasmada desde su nacimiento con letras de sangre.

Con el lenguaje, creamos un Dios a nuestra imagen y semejanza. Con el aprendimos, tanto a mentir como a perdonarnos nuestras propias mentiras y fechorías.

En la conquista americana el arma del lenguaje fue fundamental para imponer las formas culturales que legitimaban a un lejano emperador y las religiosas para imponer a un nuevo dios invisible. La consolidación y administración del imperio en un territorio tan vasto solo fue posible mediante la palabra escrita. Quizás la debilidad más importante de los imperios prehispanos fue que carecieron de escritura. Tan importante como los caballos de guerra y las armas de fuego para los conquistadores fue, la posibilidad de enviar noticias o informaciones a cientos de millas mediante algo tan endeble como un papel escrito. Para el mundo indígena, un papel escrito en un lugar lejano que pudiera ser descifrado y comprendido en silencio sin intervención verbal, resultaba algo mágico.

Ya no existen palabras neutras y exactas con las que poder construir la verdad. Ya nadie está seguro de haber dicho lo que quiso decir, ni del significado de lo que le dijeron.

Si se controlan las reglas de juego del lenguaje, se controla su verdad. Hablar de comunicación es hablar de relaciones de dominio donde la clase que detenta el poder también posee la hegemonía en los modelos de dominación lingüística.

El lenguaje, que no duda en comercializar su verdad, se ha convertido en la herramienta más afilada y perversa para imponer una dictadura de ideas y valores banales, a unas masas a las que el sistema, alimentando con las nuevas drogas del deporte y el espectáculo, convierte en gregarias.

Toda palabra, en sí misma, no significa nada. Solo es metáfora de otras palabras que remiten a otras palabras en un vertedero infinito de palabras prostituidas. Toda palabra es una palabra de más. Toda palabra resulta prescindible y vacía.

Así como la religión, la justicia, la ciencia, la política o el arte están basadas en el gesto, la impostura, la ocultación, la hipocresía y la apariencia, el lenguaje está podrido por la tergiversación, la calumnia, la falsedad, la publicidad y la mentira.

Hoy, en el mundo de la cultura, todo es repetición. Como una noticia en el periódico del día anterior, todos los discursos, de un día para otro, se tornan caducos y viejos.

Al margen del idioma empleado, el único lenguaje posible en nuestras actuales sociedades desarrolladas es el del poder.
Desde su interior, no caben cuestionamientos al sistema. No es como un calcetín, al que se le puede dar la vuelta. Fuera de su ámbito escrito ya no quedan palabras, porque más allá todo es desierto. Buscar un espacio de libertad dentro de la dictadura del lenguaje es una quimera. La única alternativa está en el silencio.

Hemos construido un mundo de ilusiones falaces y espejismos cegadores, en el que el pensamiento y la reflexión cansan y aburren, porque suponen esfuerzo.

Convertida en espectáculo y distracción trivial y superficial, en lugar de personas protagonistas de su propio destino, la cultura solo demanda comparsas y palmeros.

No es casualidad (el poder lo llama nuevo arte urbano) que sean precisamente estatuas (casi siempre en bronce) de personas en actitud de caminar o sentadas en bancos, las que pueblen actualmente las vacías y desangeladas calles, plazas y parques de nuestras inhóspitas ciudades.

Cuando inventamos el lenguaje, creímos que nos haría libres, pero su uso reiterado, banal y perverso, lo acabó convirtiendo en nuestra propia cárcel de papel. Con el quisimos convertirnos en dioses, pero acabamos en esclavos.

Cautivos de nuestras palabras, hoy estamos condenados a la soledad y a la incomunicación. Hemos hablado tanto que, hemos acabado por no decir nada.

Diseñados desde el poder, una nueva raza de hombres solitarios, sordos y mudos, ensimismados ante una pantalla de cristal, están repoblando un mundo habitado por fantasmas, donde los amigos se han sustituido por imágenes pixeladas, el sexo por el onanismo virtual y las mascotas biológicas por limpios y pulcros juguetes mecánicos que ni cagan ni mean.

Gracias a lo avanzado de mi edad, tengo la fortuna de poder librarme de todo esto.

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