lunes, 19 de enero de 2015

LOS PERROS VAN AL CIELO

Fue durante mi segundo año de bachillerato cuando llegó Limberg a la casa. Era la primera vez que iba a convivir con un perro. No más entró a la casa nos quedamos mirándonos un rato como reconociéndonos. Claro que había visto muchos perros, pero la verdad no les había prestado mucha atención.

Era cosa muy diferente saber que ahora tendríamos uno como parte de la familia y me causaba una extraña sensación que no acababa de definir.

Limberg ya era un perro grande de unos tres años cuando llegó, era un hermoso pastor collie, muy parecido a Lassie, el perro de la televisión. Al comienzo la cosa fue difícil pues lo habían mal criado y hacía lo que se le venía en gana. Más tardaban en abrir la puerta que él en escaparse y salir a recorrer las calles del barrio. Como no atendía los llamados muchas fueron las veces que tuve que salir tras él para traerlo a casa. Obviamente nuestra relación empezó con el pie izquierdo y me gruñía por cualquier cosa.

La hora de su baño en el patio era toda una odisea, no se quedaba quieto un instante, y cuando estaba bien enjabonado se sacudía dejándome empapado al tiempo que salía corriendo hacia la casa mojando todo a su paso, un desastre total.

Tardó mucho tiempo en adaptarse, pero al final aprendió a comportarse un poco mejor. Nuestra amistad se fortalecía día a día y terminamos siendo parceros. Nunca imaginé que uno pudiera querer tanto a un animal.

Compartimos caminatas, juegos y travesuras, descubrí que contrario a lo que se creía de los animales, esa bola de pelos tenía una gran inteligencia y nobles sentimientos Los perros piensan, recuerdan, sueñan, lloran. Solo les falta hablar el idioma humano, porque el propio si lo deben tener, pero no lo entendemos.

Un día como a las cuatro y media de la madrugada entró a mi habitación y me despertó chillando y jalándome la cobija, como pensé que quería salir para hacer chichí me levanté medio dormido y algo disgustado para abrirle la puerta mientras él me seguía inquieto, yendo por el corredor sentí como un rugido sordo que no ubicaba de donde venía. De improviso todo empezó a moverse mientras la casa crujía como si fuera a caerse. Tuve que seguir hacia el patio apoyándome en las paredes para no caerme, mientras gritaba  para que todos despertaran y se pusieran a salvo: TERREMOTO.

Fue casi un minuto de vaivén violento, la energía eléctrica se fue y solo se escuchaban las explosiones de los transformadores y los gritos de la gente. Nos reunimos todos en el patio mientras pasaba el sismo esperando que la casa no se fuera al piso. Limberg había presentido de alguna forma esto y nos despertó para advertirnos.

Hubo un día en que se puso muy enfermo y el veterinario no nos dio muchas esperanzas, nos dijo que tenía moquillo y que posiblemente no pasaría de esa noche.  Le di las medicinas, pero no reaccionaba, casi no podía respirar, se echó en unos cojines bajo la mesa de la cocina, yo igual me acomodé allí mientras le sostenía la cabeza, era la única forma en que lograba tomar un poco de aire.

Como tenía que madrugar al colegio me dijeron que me acostara, que Dios proveería. Pero no me confié de esto y vi salir la luz del nuevo día bajo esa mesa asegurándome de que no dejara de respirar. Sobra decir lo mal que lo pasé ese día en clases, embotado por la mala noche y la preocupación por la salud del perro. Al regresar lo encontré más animado y por fortuna pronto se recuperó.

Limberg me enseñó a querer a los animales, a descubrir que somos responsables de ellos, que son nuestros hermanitos menores, como decía san Francisco.

El tiempo pasó inexorable y Limberg se fue volviendo viejo. Ya no corría como antes y sus ojos no brillaban con su característica viveza, se fue apagando como una vela que se extingue.

Una calurosa tarde estaba jugando fútbol con los amigos cuando llegó la muchacha de servicio a decirme que fuera a la casa para que le diera una pastilla al perro. No le di mucha importancia y le dije que estaba ocupado y que iría en un rato, que se la dieran de alguna forma.

No habían pasado ni quince minutos cuando regresó la muchacha a decirme que fuera, que Limberg se estaba muriendo. Me alarmé y salí corriendo, pensado que la cosa no sería para tanto.

Ya en casa vi al perro echadito en el piso rodeado por mi familia, alguien me pasó la pastilla y me pidió que se la diera, que no había querido recibírsela a nadie. Limberg se incorporó y con alguna dificultad corrió hacia mí para saludarme como acostumbraba, abrazándome con sus patas. Eso me tranquilizó y me preparé para recibir su saludo… saltó mientras extendí mis brazos para recibirlo, que exagerados son, se ve muy bien.

Pero algo pasó que no tenía previsto, cuando estaba suspendido en el aire vi como se apagaba, y que esa bola de pelos volaba hacia mí por pura inercia, traté de cogerlo, pero no pude, y cayó en mis pies, sentí su peso sobre mis zapatos haciendo pedazos mi corazón. Ahí estaba yo, cual largo era, impotente, con una pastilla en la mano y mi perro en los pies. Me estaba esperando para despedirse y yo de tonto no lo entendí, hasta ahora que se había ido, ¿para donde?.. Para el cielo, los perros van al cielo. Artículo relacionado (Los perros también van al cielo 1)





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